Andar de dos corazones

Nacemos, palpitamos, despertamos.

Observamos, andamos, exploramos.

Sentimos, nos ilusionamos y enamoramos.

 

Corrimos, dormimos, compartimos.

Juramos, prometimos, convivimos.

Amamos, nos compenetramos y enamoramos.

 

Crecimos, cambiamos, chocamos.

Discutimos, lloramos, sangramos.

Mudamos, nos distanciamos y desenamoramos.

 

Olvidamos, recordamos, sanamos.

Divagamos, buscamos, paramos.

Reencontramos, nos abrazamos y enamoramos.

 

Hasta dejar de latir.

 

Reconexión infinita

Minuetto

Apareciste. Caminé contigo por las calles de Lagos, un pueblo encantador. Nos perdimos entre la noche y las angostas ruas das pedras.  Al principio, caminamos con pasos diminutos, volviendo a conectarnos de a pocos, al tempo más natural de todos. Una parte de mi, solo quería que te detuvieras para tomarte de la mano, pero aún no era el momento.

Después de divagar por el pueblo, entre palabras y pensamientos que no eran tan tangibles aún, encontramos un lugar. Un pequeño bar, con una luz tenue, mesas de madera más vacías que llenas y en el fondo, se escuchaba un fado suave que se combinaba con las carcajadas aceleradas de los últimos sobrevivientes de aquella noche. Aquella combinación sólo personificaba lo que yo sentía. Íbamos a un ritmo suave,pero mi corazón sólo corría. Aún no lograba establecer la armonía de los elementos que me rodeaban.

Hasta que te sentaste conmigo en una mesa apartada del pequeño tumulto de gente. Primero, un poco distante, pero luego te fuiste acercando, con miradas y con palabras que finalmente lograron tomarme de la mano. Los sorbos de vino sólo armonizaron más el momento y fue como si de pronto, estuviéramos sólo tú y yo.  Las risas ajenas habían desaparecido y sólo se escuchaban las nuestras.

Nos dimos un par de besos, pero era tanto lo que quería escuchar de ti, que no quería callarte más la boca con ellos. Me hablaste del pasado, del tuyo y del nuestro. Del momento en el que habíamos tomado caminos diferentes antes y de lo que hizo que estuvieras ahí sentado conmigo, nuevamente. Me acuerdo que te miraba, te escuchaba y por momentos, no entendía que lo que estaba pasando era real. Una parte de mi sólo quería detener el tiempo, escuchar más de ti, evitar que pasaran los minutos, y que tuvieras que irte de nuevo.

Y entonces, cambiamos de ritmo, de lugar. Nos acostamos juntos, siempre bajo la oscuridad de la noche y tus manos empezaron a tocarme por primera vez. Al principio, las sentí como manos ajenas y frías. Pero luego, con su delicadeza, mi cuerpo reconoció el ligero calor que se había encendido en la conversación previa. Y poco a poco, empecé a sentir más. Introdujiste tus dedos en mi para sentirme cada vez más profundamente. Esa noche no hicimos el amor. No fue necesario. Los dos experimentamos igual una especie de clímax y luego, volvimos a marcar el minuetto al quedarnos dormidos por unos minutos.

Y el tiempo voló, se nos acabaron las copas, las caricias y las palabras. Te fuiste unas horas después. Me dejaste ilusionada, despertaste algo en mi y no es hasta ahora que lo expreso en palabras, donde me doy cuenta cuánto significó aquella noche para mi. Me seguí descubriendo y a través de ello, te descubrí nuevamente. Habían pasado más de tres años desde que no nos veíamos, que no sabíamos que había sido de la vida del otro, pero aún así, compartimos algo especial aquella noche.

Marcó el inició de una nueva etapa contigo. Volviste a mi vida para combinar nuestras sintonías y crear una melodía de unión, de complicidad. Una sinfonía de duración infinita con movimientos de amor, que se puede oír con tal sólo cerrar los ojos y que nos lleva a sonreír desde el corazón para siempre escuchar sólo nuestras risas.

Como lo hicimos aquella noche.

Fuego bajo el agua

Bajo el fuego de las velas, sumergida en gotas de agua hirviendo, me encuentro totalmente expuesta, desnuda. El calor de mi cuerpo se fusiona con la temperatura exterior, mis ojos se adormecen al cubrirse de vapor y mi mente sólo empieza a imaginar.

Imagino tu cuerpo abrazando el mío. Mi deseo de sentirte se intensifica. Me empiezo a tocar. Imagino como si fueran tus manos acariciando los lugares más sensibles de mi cuerpo. Empezando por mi pecho, descendiendo por mi barriga lisa hasta alcanzar el lugar en el que me derrito en una piscina de placer. Me tocas con suavidad, dibujando círculos sobre mi clítoris. Quiero más. Siento tus dedos dentro de mi. Estoy totalmente mojada. Mi respiración se acelera. Quiero más. Entonces, te exijo que entres en mi, que me hagas sentir tuya. Lo haces con fuerza. Empiezo a sentir más placer, gimo casi gritando tras minutos agónicamente placenteros, me arqueo, me sostienes con tus brazos, te pido que no pares. Te jalo del pelo. Eres tú dentro de mi, cada vez más dentro. Te siento duro, erecto, tu excitación penetrando mi cuerpo. Somos nosotros, haciendo el amor debajo del fuego. Hasta que un agitado ruido animal se escapa de mi. Me estremezco. El irresistible placer apoderándose de mi cuerpo. Haciéndome sentir fuera de control, olvidando mis fronteras, nuestras fronteras para finalmente, emergir en un tercer cuerpo. Complementando nuestras geometrías, desconociendo nuestras diferencias y convirtiéndonos en uno.

Te suelto lentamente, cerramos los ojos… hasta desvanecernos bajo el agua hirviendo.

Nuestra atípica fugacidad

Nuevamente volvemos a la misma fugacidad, que por más efímera que puede llegar a ser, en ciertas ocasiones vale la pena plasmarla para recordarla por un tiempo más.

Una fugacidad atípica, que no logra desvanecerse, a pesar del paso de los días y de la distancia. La única característica intrínseca de lo fugaz en nuestra historia es el corto tiempo que siempre tenemos. Pero, la percepción del tiempo difiere entre un individuo y otro. A veces uno es capaz de sentir en una semana todo aquello que no sintió en toda una vida.

Aún así, a pesar de aquella imposibilidad evidente del ser humano para capturar los instantes en la vida, existen pequeñas certezas y evidencias que permiten reconstruir en la mente la existencia de aquellos momentos. Momentos placenteros, intensos y pasionales, que sacuden el alma.

Quizás es eso lo que nos atrae tanto. Poder vivir de manera intensa por tan sólo unas horas para que luego vuelva la calma y la monotonía. Despertar al día siguiente, volver a construir nuestra distancia… que por momentos, sólo por momentos logra acortarse al recordar nuestra atípica fugacidad.

Distancia entre mares

Levanto la mirada hacia el horizonte y diviso el sol, cada vez más cerca de ocultarse en el mar. Un día más está por terminarse. Un día más desde que nuestros cuerpos se separaron.

Nuestro tiempo es curioso. Las horas de diferencia parecerían dar una sensación que estamos viviendo en mundos distintos. Mientras pasa mi día y te pienso, tú duermes. Mientras te encuentras explorando el otro lado del mundo, yo sólo sueño contigo.

A pesar de saber que estás a miles de kilómetros de distancia, sigo buscando tu mirada en el reflejo del mar. En cada ola busco poder encontrarme con tu sonrisa para poder reír juntos una vez más. En cada sumergida bajo el agua, busco salir para encontrarte remando junto a mi. Pero no te encuentro y la nostalgia sigue presente. Me haces falta.

Pero el mar es sabio. Entonces, hace que las gotas de agua salada actúen para hacerme sentir que en cada una de ellas existe una parte de ti. Ayuda a mis labios a recordar el sabor de tus besos salados, fusiona tu risa con el sonido de las olas al encontrarse con las piedras para traducirla en una brisa marina que lleva tu aroma.

Entonces sentada a la orilla del mar, siento como la brisa se desliza a través de mi pelo, para luego acariciar mi piel y recorrer cada parte descubierta de mi cuerpo. En la delicadeza de su recorrido, en la dulzura con la cual me abraza, en el ritmo con el cual me canta al oído, siento tu voz la cual me susurra que estás ahí conmigo.

Ahora y siempre.

 

 

Gotas de lluvia

La inmensidad del mar asusta y satisface al mismo tiempo. Nos hace recordar lo pequeños que somos en este mundo, pero al mismo tiempo nos hace saber que estamos vivos, despiertos e inquietos por descubrirlo.

Las olas rompen contra las murallas de piedras, las cuales yacen sobre sus raíces rocosas desde hace incontables décadas. Las rocas protegen el monte de la tempestad del mar, del imponente viento y de la sal marina. Es parte de la naturaleza mundana crear barreras y nosotros, los seres humanos tampoco escapamos de ellas.

Construimos diversas barreras durante nuestra vida. Desde nuestra creación, estamos protegidos en el vientre materno. Somos indefensos y vulnerables y al venir al mundo eso no cambia, si no se acentúa aún más. La vulnerabilidad permanece y la única manera de sobrevivir es aprender a lidiar con ella. La escondemos detrás de murallas construidas por la indiferencia, la cotidianidad y diversas distracciones que nos alejan de sentirla.

Pero cuando las murallas empiezan a quebrarse de a pocos y caen pequeñas piezas dejando al aire libre ciertos agujeros, todo cambia. Se puede ver a través de ellos, la verdadera escencia humana, auténtica, pero aún más importante: real.

Sin previo aviso, cae la lluvia. Las gotas empiezan a rociar la piel, no se detienen. No hay nada que pueda protegernos y quedamos expuestos a la intemperie. Es ahí, en un instante de segundo, cuando nos damos cuenta cuán vulnerables somos. Entonces sólo queda sentir, mirar la inmensidad del mar y recordar que somos tan frágiles que hasta pequeñas gotas de lluvia nos dejan al descubierto.